Foto: Arnaldo Utrera |
En un ejercicio de inferencia, el título del libro nos ofrece dos lecturas. Una de ellas, su evidente carácter instruccional: hay un puñado de reglas que debemos seguir para abandonar un lugar. Paso a paso, el cuerpo y su equipaje de recuerdos podrían tomar esas recomendaciones para despedirse y alejarse. La otra lectura posible, desde mi modo de ver, es la que se relaciona con los catálogos. Una enumeración de opciones que no dice cómo ni adónde marcharse, pero sí ofrece las cualidades de esa despedida: un registro organizado en el cual aparece la estructura y la genealogía, el talante individual de esas distintas maneras. Desde ambos criterios queda claro una cosa: la movilidad y la fuga están presentes. Y si hurgamos un poco más hallaríamos un tiempo verbal imperativo que exhorta, sugiere y, quién sabe, obliga a irse —a quedarse— definitivamente: «Llévate a sus muertos olvidados y cansados. /Déjanos la música y el trago. Déjanos la llama».
Maneras de irse (Ígneo, Caracas, 2014) es la primera publicación de
Ricardo Ramírez Requena. Pero no nos dejemos llevar por esta circunstancia.
Este es un libro que tiene como respaldo un periodo prudente de maduración, y
como posible termómetro, ha sido confrontado en un certamen nacional. Ricardo,
el autor, no llega a la literatura venezolana de buenas a primeras. Ricardo no
es inédito, es articulista y profesor universitario y ha estado muy cerca de la
ficción breve. También es librero y actualmente labora como gerente en un
conocido sello editorial. No necesita membretes y presentaciones excesivas. Maneras de irse es su primer parto, pero no es la
paternidad de un adolescente que no sabe qué hacer con una responsabilidad
nueva y delicada, sino aquel padre algo maduro que recibe al esperado hijo con
anhelo y rigor. En Maneras de
irse se acentúa una voz, la
voz de un poeta, audible y entendible.
Al principio de esta reseña mencionaba dos elementos:
la movilidad y la fuga. No toda alusión al movimiento implica desplazamiento
corporal o físico. A veces simulamos o simplemente aparentamos. A veces todo
nuestro entorno parece una pintura de Edward Hopper. El ambiente que dibuja
Ricardo se acerca, en apariencia, al cuadro Coche
de asientos: algunas personas sentadas dentro de un tren o transporte de
rieles, mirando a distintos lugares, sostenidas por un aire de quietud y
ceguera. ¿El tren se mueve? ¿A dónde van los pasajeros inmóviles? Ricardo responde:
«Te mueves y eso sigue ahí, aunque te marches a otro lado». Algunos se alejan y
sus cuerpos se mantienen estáticos. Otros se quedan y sus expectativas y
recuerdos posibilitan nuevos encuentros. La presencia paradójica de la llegada
y la partida: «Pérdida de luz a la entrada de la luz».
Es innegable la influencia de Pepe Barroeta en algunos
textos, y en especial, el poema que da título al libro. El relato de familia y
las antiguas costumbres, dichas con premeditado y medido desaliño. Y esto
también forma parte de esa manera de expresión que ha adoptado Ricardo: la
dicción ligeramente ruda y concreta, con referente visible y nombres propios.
Nadie se aleja impunemente. La huida y el dolor se
precipitan en los espacios que habitamos y que nos habitan. Los objetos están
impregnados de olor a café negro, recién colado; y del cuerpo amado que aún no
despierta: «Uno es de los espacios impregnados por el afecto, desde el mueble
al lavamanos. Solo eso ayuda a soportarlo. Al dolor, la inutilidad, los pocos pasos
y voz, la falta de apetito, los espasmos». También existe el hedor a
pirotecnia, el mal aliento que sale del peligro. Cito el poema «La ceguera»:
Hay una serenidad que otorga la amargura.
Dura hasta que se cenizan las palabras y dejan de ser
aliento. Y todo queda como lo callado del monte cuando hay peligro. Hay un
canto de cigarra y luego el cesar y el templarse en la espera.
Todos amolan sus cuchillos: se apertrechan, pues
seremos invadidos por la turba.
Conservamos la calma.
Sabemos que el que suelte su amargura pierde.
Solo el silencio la resguarda.
Ricardo dispone su discurso poético en versículos. Por
eso notamos ese transitar irregular que sobrepasa la línea, hasta adoptar la
escritura en prosa. Va del verso libre, muy libre, a la prosa. Y a la
sentencia. En este proceso no pierde la fuerza lírica, condimento frecuente en
la poesía. Ricardo apela, del mismo modo, al aliento de la crónica
periodística. Se nota el relato de vida, las angustias callejeras y el encierro
del apartamento. Angustias que ha visto directamente, cerca de su vivienda, en
unos pocos canales de televisión y en los relatos de amigos del extranjero («la
lucidez a la mano con el pánico»). Ricardo Ramírez ha creado un mapa amplio,
íntimo y descarnado del país, no de un país sin cédula de identidad ni
pasaporte, de un país ficticio, sino de aquel que ha sido su casa y refugio. En Maneras de irse, no obstante,
también hay maneras de quedarse. La hermosa descripción, ponderada y
devocional, llega y toma lugar genuino entre nosotros:
(…) Queda
poco tiempo para gozarse y quien puede lo hace. Los muchachos llegarán pronto
de sus fiestas: Si algún cuerpo fue gozado que haya sido de buena manera. Que
el roce, la caricia, haya sido correcta, el besar profundo, el desnudarse
completo. Que ninguno haya sufrido más de lo necesario, que su risa no desaparezca
mañana cuando vuelva a abrir los ojos, que la noche, Señor, no los haya
devorado. Tráelos completos hasta el alba.
Se supone que cada libro, cada poema o cualquier
página, ha de sustentarse por los valores o cualidades distintivas de una obra
literaria: estilo, autonomía estética, fuerza expresiva o cualquier otra
categorización. Sin embargo, la lectura de un libro, y en este caso, de un
libro de poemas, no se desliga del contexto exterior. Es decir, la actualidad
circundante, llámese sociocultural, política o histórica, dialoga y es espejo o
reflejo de lo que el poema intenta recrear («un disfraz de alegorías, un refrán
de majaderos»). En este caso, no hace que el libro sea mejor o peor: es una
cualidad que tiene una lectura cónsona con los tiempos de turbulencia,
incomunicación e incertidumbre —podredumbre— que vivimos. El poema propone una
certeza: la certeza de que aún es posible escribir y habitar la sensibilidad
que gesticula en medio del caos. La sensibilidad que a veces puede ser una tregua:
«La paz se pide por instantes, no se retiene».
Maneras de irse es un libro de experiencias inmediatas y de
experiencias literarias. Cuesta un poco diferenciarlas tajantemente. Una habita
en la otra y ambas son expresiones de vida en particular: la de un poeta que no
teme mostrar sus antecedentes y gustos; es más, allí radica la poética de este
libro. Por eso apela a la cita indirecta, casi ensayística y reforzada por el
yo: «Hablar en sueños es hablar desde una bisagra: el contar lleva un camino de
Argonauta y el delirio de Coleridge. Me gusta que aparezcan ellos, así, con
grandes ropajes en la desnudez de mis complejos. Me siento menos solo. Me
siento menos lejos de aquellos». La narración y la ficción (un mismo pulso); el
carteo entre Angélica y Orlando; entre Eurídice y Orfeo; entre Carmen y José
Lizarrabengoa. Ricardo se hincha de recuerdos, de citas, de eventos y lugares.
¿Para qué? Para estar y permanecer.
En una de mis tantas lecturas inconclusas, aparece la
pequeña novela Los adioses, de Onetti. Y retengo especialmente
algunos fragmentos, resaltados al margen de las hojas del libro: «Alguien tenía
la ventana abierta en el primer piso del hotel; estaban bailando, se reían y
las voces bajaban bruscamente hasta un tono de adioses, de confidencias concluyentes;
pasaban bailando frente a la ventana, y el disco era La vida color de rosa, en
acordeón». Me apropio de esta cita y comienzo a especular: la ventana puede dar
a cualquier paisaje: el peligro de la represión en las calles, la dislalia
oficial, el universo de la infancia, el porvenir apenas entrevisto; el piso de
hotel puede ser un país; las personas que bailan podemos ser nosotros. Los
adioses nos pertenecen. La ventana es una puerta, no importa, algo que permita
ver lo que acontece afuera. Ricardo apunta lo siguiente: «Aparezcan entonces
todos los tiempos: abro las puertas y dejo pasar el río y sus olores y sus
piedras: que sean ellos desgaste en los pilares, desgaste del olvido, suceso
que avive los deseos». Ricardo se va y regresa. Siempre está ahí, en su ciudad,
con su esposa y con sus libros. El desarraigo recorre el cuerpo y sus
periferias.
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