lunes, 11 de julio de 2016

70 poemas burgueses


En el gran tomo de su Correspondencia, Truman Capote describe un episodio que no dejo de asociar con 70 poemas burgueses. Así anota el escritor norteamericano en una carta fechada en 1949: “Estoy viviendo con Loel Guinnes, que tiene una casa fantástica en la kasbah. Me lo estoy pasando enormemente bien y aún promete más, porque Cecil Beaton y Greta Garbo vienen la semana próxima y estarán con nosotros hasta septiembre, que es cuando ella tiene que ir a Francia a rodar una película (La Duchesse de Langaeis, de Balzac)”.

¿Quién tiene conocimientos de todas las personalidades que nombra Truman en su carta? ¿Quién ha leído esa obra de Balzac? ¿Quién sabe, sin necesidad de visitar Google, lo que significa kasbah? Y para hacer más digerible mi planteamiento, ¿es necesario conocer todos los referentes de un poema para acceder, al fin, a la degustación?

Alberto Hernández no le teme a la escena de la farándula. Por eso hago énfasis en el estilo libérrimo de su escritura: paso las hojas e imagino una revista Vogue, abandonada en la sala de espera de cualquier consulta ginecológica; y a Miranda Hobbes, con su cabello muy corto y rojizo, en un capítulo inicial de Sex and the City.

Al poeta se le pide concisión y contención. Que diga lo justo y necesario. Que tome el camino del gesto silencioso. Se trata de quitar y podar (dicen), no de adicionar. Con vigilancia, Alberto Hernández ha decidido sumar en este libro. Entonces, ¿cómo leer 70 poemas burgueses? Otra vez la pregunta y la expectativa de una respuesta convincente. Como primer ejercicio, quitaré los epígrafes, las dedicatorias y las citas indirectas; luego eliminaré los nombres de actores, cantantes, personajes de ficción, poetas y novelistas: nada de Milan Kundera, Pablo Neruda, Jennifer López, Frank Sinatra, Elizabeth Taylor o Jean-Baptiste Grenouille; también alejaré los nombres de revistas, fragancias y galletas. ¿Qué hay después de todo este desvalijamiento?

En 70 poemas burgueses hay celebración, quejas y exceso premeditado: observo un vaso colmado de agua, de vino, leche y arsénico, un universo de referentes que se superponen y se oponen, que se complementan y saltan a la vista con poco esfuerzo. Imagino a Alberto de este modo: abre un recipiente y poco a poco introduce lo que su memoria educada es capaz de recordar en ese preciso momento. Se deja colmar, llenar; Alberto aparece hinchado de memoria y de lecturas; ha leído sin distinción genérica; ha oído música diversa; ha viajado, por aire y por asfalto y en las páginas leídas. A contracorriente de la abundancia anterior,  me atrae, por ahora, la frase sin merodeos:

Voy a ocultarme
en el lenguaje, Alejandra.

En todo caso,
si lo hay,
es un lujo mirar el mundo
sin mirar a nadie.

Alberto Hernández es la materia prima de 70 poemas burgueses: “Dispuesto a ser confeccionado como traje de lujo/soy el personaje de estos destellos verbales”. El poema es él, con su vanidad de cultura (apetito continuo) y su bondad; es él en su apartamento, detrás del cementerio de Juan Vicente Gómez, en Maracay, con sus hijas y las travesuras de sus nietas. Leo otros poemas del libro: parece una crónica azarosa, escrita antes de desplomarse el edificio o del naufragio (papelitos enrollados y sumergidos en el vientre de la botella). Alberto escribe deprisa para dejar constancia de nuestro breve itinerario vital. También escribe porque es una de las pocas maneras honestas de existir en esta comarca de la navaja y el fraude. Escribe, igualmente, para saber qué hay detrás de nosotros mismos. Escribe en la época de “los insectos del ruido”, como una manera de defenderse y divertirse. Y parece que nos dijera: “En alguna grieta/busca la próxima fobia”.

El contenido social es una parte del libro, no su totalidad. Es otro pliegue que dialoga e invita a que leamos con atención. El adjetivo “burgués” tiene un sentido paródico. A Alberto Hernández no le interesan los antagonismos de clase. Paradójicamente, ha sido Marx quien mejor se ha acercado a las motivaciones artísticas de nuestro tiempo. Y por supuesto, a las motivaciones de estos poemas burgueses: “La burguesía ha despojado de su aureola a todas las profesiones que hasta entonces se tenían por venerables y dignas de piadoso respeto. Al médico, al jurista, al sacerdote, al poeta, al sabio, los ha convertido en sus servidores asalariados”. Lo ha dicho Marx, en alguna parte de su Manifiesto, pero bien pueden ser palabras del propio Alberto Hernández.
Alberto Hernández escribe con intensión espontánea y su mirada aparentemente frívola es una estética. No hay diques o represas que contengan el deslave expresivo. Beber whisky en un velorio y admirar con lascivia las piernas tersas de la viuda es “moralmente” incorrecto. Tan improbable como ver a Truman Capote chatear con la infanta Cristina bajo el sol de Mallorca. Pero esto sucede, y mucho más, en 70 poemas burgueses, libro de absurdos (“Imagino una cronología de mis almuerzos”). Libro que no debe ser medido con la balanza de lo estrictamente lírico. Podríamos leerlo como un poema o texto satírico (poema a fin de cuentas), o comerlo como un canapé de sabores que no precisamos al instante. Alberto se arriesga, lanza sus dados sobre “el tapete de tela verde en las que reposan las esperanzas”.

Estos poemas se emparentan con las notas al margen de Edgar Allan Poe, sus conocidas marginalias: apuntes deliberados, descargas del pensamiento hechas con soltura, sin afectación. Algunas veces, necesitan la presencia de su referente; en otras, el texto puede caminar con su propia autonomía. Es decir, el placer puede estar supeditado al bagaje cultural del lector. Y quiero añadir algo más: con 70 poemas burgueses, nuestro autor se burla con la seriedad del caso, inclusive en los epígrafes; extiende su dedo y nos pide que miremos una escenografía íntima, la suya, que no es ajena del todo, que también nos pertenece: “Música para ti/desde el acoso de quien se sabe/tierra en los ojos/viaje sin maleta”.



Contra el muro

Foto: Vasco Szinetar

I

Estamos acostumbrados a la fotografía del poeta octogenario, apoltronado, con mirada de sabio o de abuelo severo y culto, con las facciones algo agotadas por la edad y por la acumulación de viajes y de libros. La mano surcada de venas grandes, oprimiendo ligeramente la pierna izquierda. Siempre de traje oscuro, con su corbata negra y su bastón en frente, como si la empuñadura fuese el volante o la palanca de velocidad de un vehículo indefinidamente detenido. Esa fue la postura que eligió don Fernando. Esa fue la imagen que retrató Vasco Szinetar.

II

A pesar de que no es un texto biográfico dedicado al autor, una crónica de Tomás Eloy Martínez nos ofrece un perfil bastante cercano a Fernando Paz Castillo. Me refiero al escrito titulado «Jacinto Fombona Pachano», quien durante su juventud guardó una amistad muy estrecha con el autor de «El muro». Como gran, inconforme entrevistador, Martínez facilita un diálogo fluido y rico en anécdotas que remiten a las primeras dos décadas del siglo veinte caraqueño: «La plaza [Bolívar] era como el patio del hogar, y cuando no acudían a sentarse en las sillas de a locha, o a recorrer juntos las librerías cercanas, sentían que habían perdido para siempre una tarde de la vida. No ir a la plaza era como no escribir: una repentina suspensión de la existencia». Es la representación de los jóvenes de la generación del 18, esperanzados jóvenes que solo podían ofrecer la inteligencia como victoria y el arte como resistencia. En esta misma dirección, José Napoleón Oropeza ofrece un texto que puede ser leído como prosa poética y como una poética generacional:
«Como el temblor del agua, golpeada, en un instante, por una pequeña laja, forma círculos concéntricos que recordaremos, así como un aletazo a ras del agua, el concepto y realización de la imagen en los poetas de la generación del 18 recoge un sentimiento de paz y serenidad: cada momento fijado pareciera ser el recuerdo de otro y, al mismo tiempo, engendra un movimiento único, solitario e ingenuo, como el del ave que levanta vuelo después de golpear, levemente, el agua».

III

Fernando Paz Castillo nació en Caracas en 1893, durante la presidencia de Joaquín Crespo y el nacimiento de El Cojo Ilustrado. No podemos olvidar que, como lector entusiasta, colaborador o integrante, hizo parte de las principales agrupaciones y publicaciones de la época; además de la generación del 18, podríamos mencionar su cercanía filial y literaria con La Alborada, el Círculo de Bellas Artes, los del 28 y la revista Válvula, en la cual publica el poema «La mujer que no vimos», fechado en 1927.
Su paciente obra poética consta de ocho títulos, pocos pero suficientes para mostrar sus dimensiones. Su primer libro, La voz de los cuatro vientos, aparece en 1931; es decir, cuando Paz Castillo ostenta 38 años de edad. A este le siguieron Signo [1937];  Entre sombras y luces [1945]; Voces perdidas [1966]; El otro lado del tiempo [1971]; Pautas [1973]; Persistencias [1975] y Encuentros [1980]. Como crítico literario, cuenta con los tres volúmenes de Reflexiones de atardecer [1964]; De la época modernista [1968] y Entre pintores y escritores [1970]. Es precisamente en esta faceta donde Paz Castillo desarrolla sus principales aportes a las letras nacionales, especialmente como historiador del modernismo en Venezuela. Sus libros de ensayos, casi todos, son compendios de artículos publicados en revistas y diarios, destacando El Nacional.  Como autor de obras juveniles e infantiles, ofreció dos títulos: La huerta de Doñana (teatro, 1969) y El príncipe moro (cuento, 1979). En 1965 ingresó como individuo de número de la Academia Venezolana de la Lengua y fue galardonado, dos años después, con el Premio Nacional de Literatura.
Paz Castillo cumplió amplias labores como diplomático en diversas ciudades de América y Europa. Al revisar cualquiera de sus registros biográficos, este «servicio exterior» destaca por su nutrida trayectoria. Inicia con la llegada al poder de Eleazar López Contreras, en 1936, y finaliza veintitrés años más tarde, en 1959. Este recorrido diplomático lo relaciona con otros poetas venezolanos que ejercieron cargos públicos similares (José Antonio Ramos Sucre, Vicente Gerbasi, Pablo Rojas Guardia, Ana Enriqueta Terán, Ida Gramcko o Eugenio Montejo). Era una época, hoy menguada, de escritores presidentes (como Rómulo Gallegos) y de poetas magistrados, fiscales y contralores (como José Ramón Medina).

IV

No se empeñó en armar libros a corto plazo, dirigidos por una temática preestablecida. Se esforzó en armar «colecciones» de poemas, que siguieron un proceso en el cual se descartaron o se incluyeron textos, siempre de la mano de un riguroso e incluso caprichoso proceso de elección (este poema sí, este poema no; este poema se queda en la gaveta, inédito indefinidamente, olvidado, relegado...). Así son las selecciones. Por eso, quién sabe, Fernando Paz Castillo esperó tener casi cuarenta años para ofrecer su primera colección. Y quizá también esperó hasta la década del 60, específicamente hasta 1964, para ofrecer «El muro», su obra más antologada y perdurable. Pero, ¿qué hay detrás de esta ofrenda tardía a la poesía venezolana? Cuando digo que el poeta «esperó», aludo a un trabajo precedente, silencioso, que se vino gestando desde mucho antes de la materialización en libro. Sus poemas anteriores fueron como residuos fósiles que posibilitaron ese petróleo «extra liviano», ese licor destilado que hoy leemos en algunos de sus últimos poemas. Con epígrafe de John Keats, Paz Castillo prepara las primeras herramientas para levantar ese gran muro alegórico y judeo-cristiano; toma el ladrillo y la cuchara con cemento fresco, dispone cada bloque con trazo claro, nítido, vidente, y muy consciente, asimismo, del lenguaje que utilizará en toda la estructura del poema. Parte de la belleza, como veremos, la proporciona el alejamiento: «un zamuro, bello por la distancia y por el vuelo». Y todo, o casi todo, parece estar frecuentado por Dios y sus variaciones:

Ya que el verbo de Dios, que todo lo ha dispuesto
en la conciencia del hombre, no pudo crear la muerte
sin morir El y su callada nostalgia
de pensar y sufrir humanas formas.

En «El muro», nuestro poeta se despoja de expresiones débiles, prescindibles, accesorias, tan peligrosamente comunes en varios de sus poemas. Sin llegar a tener el implacable rigor selectivo de Rodolfo Moleiro, su compañero de generación, Paz Castillo ofreció un lenguaje que lo distingue. Como ya ha destacado Oscar Sambrano Urdaneta, «Paz Castillo estableció un paralelismo artístico entre elementos de la naturaleza objetiva y elementos de su naturaleza anímica». Esta tendencia espiritual o puente metafísico recorrió toda la espina dorsal de su producción poética; es decir, no solo era el interés de indagar en un paisaje visto, percibido, sino el empeño de buscar hacia adentro, hacia esas zonas profundas y pobremente exploradas. Este recorrido temático lo delinea muy bien el propio Sambrano Urdaneta, cuando señala que este camino «parte del paisaje y evoluciona hacia contenidos abstractos: Dios, el alma, la muerte, la soledad».
La influencia de Paz Castillo se puede rastrear en otros poetas de distintas generaciones. Citemos, para ejemplificar, unos de sus versos: «Hay un perfume que solo se siente en las noches claras». Esta misma cadencia y estructura la notamos, con o sin premeditación, en unas líneas aforísticas de Rafael Cadenas: «Hay una isla que solo ven los ojos nuevos». Así ocurre con otros poemas del poeta nacido en Barquisimeto, en los cuales aparecen unos órganos favorecidos, bien sea percibiendo un aroma o avistando algún territorio recóndito y de acceso privilegiado. Paz Castillo fue, constantemente, agricultor de la claridad, de la búsqueda de lo profundo con guantes blancos o claroscuros, delicados, leves, y, en algunos casos, bordeando arriesgadamente lo superficial («el silencio se nos fue/pisando los algodones»). A veces extrañamos, al tener la manzana entre los dedos, el mordisco firme; a veces nos gustaría hacer algo más que frotar ligeramente la superficie roja e irregular.



Tono de adioses

Foto: Arnaldo Utrera


En un ejercicio de inferencia, el título del libro nos ofrece dos lecturas. Una de ellas, su evidente carácter instruccional: hay un puñado de reglas que debemos seguir para abandonar un lugar. Paso a paso, el cuerpo y su equipaje de recuerdos podrían tomar esas recomendaciones para despedirse y alejarse. La otra lectura posible, desde mi modo de ver, es la que se relaciona con los catálogos. Una enumeración de opciones que no dice cómo ni adónde marcharse, pero sí ofrece las cualidades de esa despedida: un registro organizado en el cual aparece la estructura y la genealogía, el talante individual de esas distintas maneras. Desde ambos criterios queda claro una cosa: la movilidad y la fuga están presentes. Y si hurgamos un poco más hallaríamos un tiempo verbal imperativo que exhorta, sugiere y, quién sabe, obliga a irse —a quedarse— definitivamente: «Llévate a sus muertos olvidados y cansados. /Déjanos la música y el trago. Déjanos la llama».
Maneras de irse (Ígneo, Caracas, 2014) es la primera publicación de Ricardo Ramírez Requena. Pero no nos dejemos llevar por esta circunstancia. Este es un libro que tiene como respaldo un periodo prudente de maduración, y como posible termómetro, ha sido confrontado en un certamen nacional. Ricardo, el autor, no llega a la literatura venezolana de buenas a primeras. Ricardo no es inédito, es articulista y profesor universitario y ha estado muy cerca de la ficción breve. También es librero y actualmente labora como gerente en un conocido sello editorial. No necesita membretes y presentaciones excesivas. Maneras de irse es su primer parto, pero no es la paternidad de un adolescente que no sabe qué hacer con una responsabilidad nueva y delicada, sino aquel padre algo maduro que recibe al esperado hijo con anhelo y rigor. En Maneras de irse se acentúa una voz, la voz de un poeta, audible y entendible.
Al principio de esta reseña mencionaba dos elementos: la movilidad y la fuga. No toda alusión al movimiento implica desplazamiento corporal o físico. A veces simulamos o simplemente aparentamos. A veces todo nuestro entorno parece una pintura de Edward Hopper. El ambiente que dibuja Ricardo se acerca, en apariencia, al cuadro Coche de asientos: algunas personas sentadas dentro de un tren o transporte de rieles, mirando a distintos lugares, sostenidas por un aire de quietud y ceguera. ¿El tren se mueve? ¿A dónde van los pasajeros inmóviles? Ricardo responde: «Te mueves y eso sigue ahí, aunque te marches a otro lado». Algunos se alejan y sus cuerpos se mantienen estáticos. Otros se quedan y sus expectativas y recuerdos posibilitan nuevos encuentros. La presencia paradójica de la llegada y la partida: «Pérdida de luz a la entrada de la luz».
Es innegable la influencia de Pepe Barroeta en algunos textos, y en especial, el poema que da título al libro. El relato de familia y las antiguas costumbres, dichas con premeditado y medido desaliño. Y esto también forma parte de esa manera de expresión que ha adoptado Ricardo: la dicción ligeramente ruda y concreta, con referente visible y nombres propios.
Nadie se aleja impunemente. La huida y el dolor se precipitan en los espacios que habitamos y que nos habitan. Los objetos están impregnados de olor a café negro, recién colado; y del cuerpo amado que aún no despierta: «Uno es de los espacios impregnados por el afecto, desde el mueble al lavamanos. Solo eso ayuda a soportarlo. Al dolor, la inutilidad, los pocos pasos y voz, la falta de apetito, los espasmos». También existe el hedor a pirotecnia, el mal aliento que sale del peligro. Cito el poema «La ceguera»:
Hay una serenidad que otorga la amargura.
Dura hasta que se cenizan las palabras y dejan de ser aliento. Y todo queda como lo callado del monte cuando hay peligro. Hay un canto de cigarra y luego el cesar y el templarse en la espera.
Todos amolan sus cuchillos: se apertrechan, pues seremos invadidos por la turba.
Conservamos la calma.
Sabemos que el que suelte su amargura pierde.
Solo el silencio la resguarda.
Ricardo dispone su discurso poético en versículos. Por eso notamos ese transitar irregular que sobrepasa la línea, hasta adoptar la escritura en prosa. Va del verso libre, muy libre, a la prosa. Y a la sentencia. En este proceso no pierde la fuerza lírica, condimento frecuente en la poesía. Ricardo apela, del mismo modo, al aliento de la crónica periodística. Se nota el relato de vida, las angustias callejeras y el encierro del apartamento. Angustias que ha visto directamente, cerca de su vivienda, en unos pocos canales de televisión y en los relatos de amigos del extranjero («la lucidez a la mano con el pánico»). Ricardo Ramírez ha creado un mapa amplio, íntimo y descarnado del país, no de un país sin cédula de identidad ni pasaporte, de un país ficticio, sino de aquel que ha sido su casa y refugio. En Maneras de irse, no obstante, también hay maneras de quedarse. La hermosa descripción, ponderada y devocional, llega y toma lugar genuino entre nosotros:
(…) Queda poco tiempo para gozarse y quien puede lo hace. Los muchachos llegarán pronto de sus fiestas: Si algún cuerpo fue gozado que haya sido de buena manera. Que el roce, la caricia, haya sido correcta, el besar profundo, el desnudarse completo. Que ninguno haya sufrido más de lo necesario, que su risa no desaparezca mañana cuando vuelva a abrir los ojos, que la noche, Señor, no los haya devorado. Tráelos completos hasta el alba.
Se supone que cada libro, cada poema o cualquier página, ha de sustentarse por los valores o cualidades distintivas de una obra literaria: estilo, autonomía estética, fuerza expresiva o cualquier otra categorización. Sin embargo, la lectura de un libro, y en este caso, de un libro de poemas, no se desliga del contexto exterior. Es decir, la actualidad circundante, llámese sociocultural, política o histórica, dialoga y es espejo o reflejo de lo que el poema intenta recrear («un disfraz de alegorías, un refrán de majaderos»). En este caso, no hace que el libro sea mejor o peor: es una cualidad que tiene una lectura cónsona con los tiempos de turbulencia, incomunicación e incertidumbre —podredumbre— que vivimos. El poema propone una certeza: la certeza de que aún es posible escribir y habitar la sensibilidad que gesticula en medio del caos. La sensibilidad que a veces puede ser una tregua: «La paz se pide por instantes, no se retiene».
Maneras de irse es un libro de experiencias inmediatas y de experiencias literarias. Cuesta un poco diferenciarlas tajantemente. Una habita en la otra y ambas son expresiones de vida en particular: la de un poeta que no teme mostrar sus antecedentes y gustos; es más, allí radica la poética de este libro. Por eso apela a la cita indirecta, casi ensayística y reforzada por el yo: «Hablar en sueños es hablar desde una bisagra: el contar lleva un camino de Argonauta y el delirio de Coleridge. Me gusta que aparezcan ellos, así, con grandes ropajes en la desnudez de mis complejos. Me siento menos solo. Me siento menos lejos de aquellos». La narración y la ficción (un mismo pulso); el carteo entre Angélica y Orlando; entre Eurídice y Orfeo; entre Carmen y José Lizarrabengoa. Ricardo se hincha de recuerdos, de citas, de eventos y lugares. ¿Para qué? Para estar y permanecer.
En una de mis tantas lecturas inconclusas, aparece la pequeña novela Los adioses, de Onetti. Y retengo especialmente algunos fragmentos, resaltados al margen de las hojas del libro: «Alguien tenía la ventana abierta en el primer piso del hotel; estaban bailando, se reían y las voces bajaban bruscamente hasta un tono de adioses, de confidencias concluyentes; pasaban bailando frente a la ventana, y el disco era La vida color de rosa, en acordeón». Me apropio de esta cita y comienzo a especular: la ventana puede dar a cualquier paisaje: el peligro de la represión en las calles, la dislalia oficial, el universo de la infancia, el porvenir apenas entrevisto; el piso de hotel puede ser un país; las personas que bailan podemos ser nosotros. Los adioses nos pertenecen. La ventana es una puerta, no importa, algo que permita ver lo que acontece afuera. Ricardo apunta lo siguiente: «Aparezcan entonces todos los tiempos: abro las puertas y dejo pasar el río y sus olores y sus piedras: que sean ellos desgaste en los pilares, desgaste del olvido, suceso que avive los deseos». Ricardo se va y regresa. Siempre está ahí, en su ciudad, con su esposa y con sus libros. El desarraigo recorre el cuerpo y sus periferias.




Salvoconducto para un cuerpo ausente



  

 Da pena estar así como no estando
Eliseo Diego
Por más que busco o hurgo en el escritorio, en los rincones o detrás del cuadro del nuevo prócer, no consigo el documento que me permitiría transitar libremente en estas ruinas; debe tener, eso sí, la firma ilegible y el sello lubricado con tinta: el líquido azul, o color petróleo, que legitima la fragilidad del papel.
No quiero salir de casa. El miedo es mi pan y mi alfabeto. Cuando se tiene miedo es difícil distinguir entre el querer y el deber, entre el ser y el deber ser, entre el azote y la espalda que lo recibe. Todo se trueca en un problema ontológico. Palpo mis pies cansados, emancipados de los zapatos y de las medias; toco mi cabeza, y debajo de ella, las conexiones neuronales, las ideas que se empujan y solapan. No hay claridad. El documento que tanto espero, ¿es mi libertad condicional o una invención para mantenerme en esta parálisis? ¿Es Teseo o el minotauro?
Se supone que me darían el pliego hoy mismo; sin embargo, gotea con ese ritmo espeso y baboso de la burocracia. Me toca quedarme en casa nuevamente. Entonces repito: ellos no desean darme la autorización. Pueden dármela pero no quieren. Prefieren engordar un método de transacciones fútiles que embrutece, envilece y confunde. Por eso leo y escribo, para transitar el paisaje que han tachado con anuncios. Con cinismo. Por eso Adalber Salas Hernández, pienso yo, ha decidido escribir un poemario; o sea, un Salvoconducto.
¿Qué parentesco hay entre Caupolicán Ovalles y Rubén Darío y entre “¿Duerme usted, señor presidente?” y “Sonatina”?  Las motivaciones de estos dos poemas son distantes a simple vista. El poema dariano nos remite al hastío de una princesa atrapada en su opulencia, imagen típicamente modernista. El texto de Caupolicán, en cambio, es un puñetazo desafiante, soez en ocasiones, que tiene marcadas referencias político-sociales y una forma análoga al grupo literario El Techo de la Ballena. En apariencia resultaría difícil asociarlos o pensar en un ensamble o engranaje. Acaso allí radica su valor más original. Y este ha sido, justamente, el acierto de Adalber Salas Hernández (Caracas, 1987), quien unifica “realidades distantes” y pone en marcha una nueva y muy efectiva articulación, no menos afilada que la citada obra de Caupolicán. En este caso me refiero a un poema en específico, “X (Sonatesco y ripioso)”, el cual forma parte de Salvoconducto, ganador del prestigioso Premio Arcipreste de Hita 2014. Adalber Salas maneja, en ese libro, diversos procedimientos textuales para configurar una poética en la cual lo grotesco, lo nimio, la ironía y el sarcasmo muestran los márgenes corroídos de la realidad.  
Salvoconducto es una propuesta de expresividad madura y de elocuencia narrativa que no teme a la colocación irregular de los versos.  Adalber relee exhaustiva e intertextualmente algunos clásicos de las lenguas española e inglesa, exhorta y pone en evidencia los infortunios de una ciudad que puede ser cualquier capital del país o del mundo; capital mal administrada (malversada), en definitiva, violenta y temerosa al unísono. El autor dice “Caracas”, con énfasis y sin eufemismos; dice Caracas, y en seguida se abre un grifo de imágenes, o mejor, una cañería que fluye al mismo ritmo que un río embaulado, con escombros y olores indeseables. Esta Caracas de Adalber es férreamente la capital de Venezuela, con sus alrededores de intimidación, secuestros express,desconcierto, impunidad y esa otra ciudadela llamada morgue de Bello Monte (“Hay cadáveres que fueron lanzados al mar/ para que sólo el agua recordara sus nombres”). También es la idéntica rutina de Valencia, Maracay, Cabimas, Mariara, Boconó y cualquier ciudad, pueblo o caserío. Estos poemas no pretenden ser cuadros impasibles dispuestos en salas de espera, clínicas odontológicas o escritorios jurídicos, tampoco son piezas esterilizadas o floreros parnasianos. Adalber no es Leconte de Lisle.
Salvoconducto aproxima los opuestos y toda su dotación de exterioridad. Lo hace con Rubén Darío y Caupolicán Ovalles; lo hace con Caracas, que indistintamente pasa de víctima a victimaria. La gramática nos dice que, en el siguiente verso, el sustantivo “Caracas” funciona como un vocativo; pero yo veo, además, una salutación fúnebre: “Caracas, los que van a morir te saludan”. Los hombres que caminan en cualquier noche capitalina son brochetas de miedo, y transitan las calles iluminadas u oscuras con un “temblor/metálico que les atraviesa la espalda, /que les ensarta las vértebras, que les/tuerce el andar”.
Salvoconducto frecuenta sin complejos los antecedentes literarios, no importa si la intención es abiertamente premeditada. Siguiendo aquella recomendación horaciana en la que el poeta debe afirmar y negar algo, Adalber señala: “Y yo, / yo estaba en el asiento trasero, con mis/ siete u ocho años, respirando ese calor espeso que/ era como un castigo de dios o un/regalo de dios, uno nunca podía notar/ la diferencia”. Como en el relato “Maniquíes” de Salvador Garmendia, Salas Hernández describe la aparición de extraños cuerpos sintéticos, tan semejantes a nosotros y a las estadísticas de la ausencia. Muñecos de cera, inexpresivos, que han aparecido repentinamente. Esos cuerpos venían con su castigo a cuestas: “Ninguno de ellos tenía el descuido/ de poseer una historia”. Y justo al cierre del poema, la hermosura de unos versos, efectivos en su estética y que nos afectan en el ánimo: “Nunca fueron tan amados como cuando/ sus figuras se habían diluido por completo”. Todos los muertos no caben debajo de la alfombra de algún ministerio.
Pero esto no es todo lo que nos ofrece Salvoconducto: también podemos leer episodios de la experiencia personal del poeta y su círculo familiar o la sonoridad del movimiento que trae nuevamente la fuerza y amor maternales. Libro de despedidas, de cartas póstumas, de testamentos e informe forense; pero hay mucho más, algo más que contrasta y que pesa y se muestra con humanidad y humildad: una palpitación que se alarga y busca con los brazos abiertos la piel sensible, el brote de la hoja, la memoria. Se trata de desenredar el ovillo de la indolencia para tejer un mantel en el que podamos disponer una comida menos angustiosa. Salvoconductoresuena con ecos amplios y diversos, se aleja del coro monocorde de las propagandas goebbelianas y de ciertos individuos que se han transformado en empleados pacificadores, funcionarios con discurso subvencionado. En una época de amputación comunicacional, la epidermis de algunos poetas es más porosa. No olvidemos los cuerpos caídos en las aceras: “Nadie notaba el olor, /la luz fría lo había escondido. / Eso no era un cuerpo, era algo más, / replegado, tachado. /Algo que había perdido todas sus alianzas”. Adalber concibe la subversión poética sin didactismo y no cae en la cómoda enumeración de culpables: la realidad tiene sus propios ladrillos que caen cada cierto tiempo en algunas frentes.