lunes, 11 de julio de 2016

Contra el muro

Foto: Vasco Szinetar

I

Estamos acostumbrados a la fotografía del poeta octogenario, apoltronado, con mirada de sabio o de abuelo severo y culto, con las facciones algo agotadas por la edad y por la acumulación de viajes y de libros. La mano surcada de venas grandes, oprimiendo ligeramente la pierna izquierda. Siempre de traje oscuro, con su corbata negra y su bastón en frente, como si la empuñadura fuese el volante o la palanca de velocidad de un vehículo indefinidamente detenido. Esa fue la postura que eligió don Fernando. Esa fue la imagen que retrató Vasco Szinetar.

II

A pesar de que no es un texto biográfico dedicado al autor, una crónica de Tomás Eloy Martínez nos ofrece un perfil bastante cercano a Fernando Paz Castillo. Me refiero al escrito titulado «Jacinto Fombona Pachano», quien durante su juventud guardó una amistad muy estrecha con el autor de «El muro». Como gran, inconforme entrevistador, Martínez facilita un diálogo fluido y rico en anécdotas que remiten a las primeras dos décadas del siglo veinte caraqueño: «La plaza [Bolívar] era como el patio del hogar, y cuando no acudían a sentarse en las sillas de a locha, o a recorrer juntos las librerías cercanas, sentían que habían perdido para siempre una tarde de la vida. No ir a la plaza era como no escribir: una repentina suspensión de la existencia». Es la representación de los jóvenes de la generación del 18, esperanzados jóvenes que solo podían ofrecer la inteligencia como victoria y el arte como resistencia. En esta misma dirección, José Napoleón Oropeza ofrece un texto que puede ser leído como prosa poética y como una poética generacional:
«Como el temblor del agua, golpeada, en un instante, por una pequeña laja, forma círculos concéntricos que recordaremos, así como un aletazo a ras del agua, el concepto y realización de la imagen en los poetas de la generación del 18 recoge un sentimiento de paz y serenidad: cada momento fijado pareciera ser el recuerdo de otro y, al mismo tiempo, engendra un movimiento único, solitario e ingenuo, como el del ave que levanta vuelo después de golpear, levemente, el agua».

III

Fernando Paz Castillo nació en Caracas en 1893, durante la presidencia de Joaquín Crespo y el nacimiento de El Cojo Ilustrado. No podemos olvidar que, como lector entusiasta, colaborador o integrante, hizo parte de las principales agrupaciones y publicaciones de la época; además de la generación del 18, podríamos mencionar su cercanía filial y literaria con La Alborada, el Círculo de Bellas Artes, los del 28 y la revista Válvula, en la cual publica el poema «La mujer que no vimos», fechado en 1927.
Su paciente obra poética consta de ocho títulos, pocos pero suficientes para mostrar sus dimensiones. Su primer libro, La voz de los cuatro vientos, aparece en 1931; es decir, cuando Paz Castillo ostenta 38 años de edad. A este le siguieron Signo [1937];  Entre sombras y luces [1945]; Voces perdidas [1966]; El otro lado del tiempo [1971]; Pautas [1973]; Persistencias [1975] y Encuentros [1980]. Como crítico literario, cuenta con los tres volúmenes de Reflexiones de atardecer [1964]; De la época modernista [1968] y Entre pintores y escritores [1970]. Es precisamente en esta faceta donde Paz Castillo desarrolla sus principales aportes a las letras nacionales, especialmente como historiador del modernismo en Venezuela. Sus libros de ensayos, casi todos, son compendios de artículos publicados en revistas y diarios, destacando El Nacional.  Como autor de obras juveniles e infantiles, ofreció dos títulos: La huerta de Doñana (teatro, 1969) y El príncipe moro (cuento, 1979). En 1965 ingresó como individuo de número de la Academia Venezolana de la Lengua y fue galardonado, dos años después, con el Premio Nacional de Literatura.
Paz Castillo cumplió amplias labores como diplomático en diversas ciudades de América y Europa. Al revisar cualquiera de sus registros biográficos, este «servicio exterior» destaca por su nutrida trayectoria. Inicia con la llegada al poder de Eleazar López Contreras, en 1936, y finaliza veintitrés años más tarde, en 1959. Este recorrido diplomático lo relaciona con otros poetas venezolanos que ejercieron cargos públicos similares (José Antonio Ramos Sucre, Vicente Gerbasi, Pablo Rojas Guardia, Ana Enriqueta Terán, Ida Gramcko o Eugenio Montejo). Era una época, hoy menguada, de escritores presidentes (como Rómulo Gallegos) y de poetas magistrados, fiscales y contralores (como José Ramón Medina).

IV

No se empeñó en armar libros a corto plazo, dirigidos por una temática preestablecida. Se esforzó en armar «colecciones» de poemas, que siguieron un proceso en el cual se descartaron o se incluyeron textos, siempre de la mano de un riguroso e incluso caprichoso proceso de elección (este poema sí, este poema no; este poema se queda en la gaveta, inédito indefinidamente, olvidado, relegado...). Así son las selecciones. Por eso, quién sabe, Fernando Paz Castillo esperó tener casi cuarenta años para ofrecer su primera colección. Y quizá también esperó hasta la década del 60, específicamente hasta 1964, para ofrecer «El muro», su obra más antologada y perdurable. Pero, ¿qué hay detrás de esta ofrenda tardía a la poesía venezolana? Cuando digo que el poeta «esperó», aludo a un trabajo precedente, silencioso, que se vino gestando desde mucho antes de la materialización en libro. Sus poemas anteriores fueron como residuos fósiles que posibilitaron ese petróleo «extra liviano», ese licor destilado que hoy leemos en algunos de sus últimos poemas. Con epígrafe de John Keats, Paz Castillo prepara las primeras herramientas para levantar ese gran muro alegórico y judeo-cristiano; toma el ladrillo y la cuchara con cemento fresco, dispone cada bloque con trazo claro, nítido, vidente, y muy consciente, asimismo, del lenguaje que utilizará en toda la estructura del poema. Parte de la belleza, como veremos, la proporciona el alejamiento: «un zamuro, bello por la distancia y por el vuelo». Y todo, o casi todo, parece estar frecuentado por Dios y sus variaciones:

Ya que el verbo de Dios, que todo lo ha dispuesto
en la conciencia del hombre, no pudo crear la muerte
sin morir El y su callada nostalgia
de pensar y sufrir humanas formas.

En «El muro», nuestro poeta se despoja de expresiones débiles, prescindibles, accesorias, tan peligrosamente comunes en varios de sus poemas. Sin llegar a tener el implacable rigor selectivo de Rodolfo Moleiro, su compañero de generación, Paz Castillo ofreció un lenguaje que lo distingue. Como ya ha destacado Oscar Sambrano Urdaneta, «Paz Castillo estableció un paralelismo artístico entre elementos de la naturaleza objetiva y elementos de su naturaleza anímica». Esta tendencia espiritual o puente metafísico recorrió toda la espina dorsal de su producción poética; es decir, no solo era el interés de indagar en un paisaje visto, percibido, sino el empeño de buscar hacia adentro, hacia esas zonas profundas y pobremente exploradas. Este recorrido temático lo delinea muy bien el propio Sambrano Urdaneta, cuando señala que este camino «parte del paisaje y evoluciona hacia contenidos abstractos: Dios, el alma, la muerte, la soledad».
La influencia de Paz Castillo se puede rastrear en otros poetas de distintas generaciones. Citemos, para ejemplificar, unos de sus versos: «Hay un perfume que solo se siente en las noches claras». Esta misma cadencia y estructura la notamos, con o sin premeditación, en unas líneas aforísticas de Rafael Cadenas: «Hay una isla que solo ven los ojos nuevos». Así ocurre con otros poemas del poeta nacido en Barquisimeto, en los cuales aparecen unos órganos favorecidos, bien sea percibiendo un aroma o avistando algún territorio recóndito y de acceso privilegiado. Paz Castillo fue, constantemente, agricultor de la claridad, de la búsqueda de lo profundo con guantes blancos o claroscuros, delicados, leves, y, en algunos casos, bordeando arriesgadamente lo superficial («el silencio se nos fue/pisando los algodones»). A veces extrañamos, al tener la manzana entre los dedos, el mordisco firme; a veces nos gustaría hacer algo más que frotar ligeramente la superficie roja e irregular.



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