Foto: Vasco Szinetar |
I
Estamos acostumbrados a la fotografía del poeta octogenario, apoltronado,
con mirada de sabio o de abuelo severo y culto, con las facciones algo agotadas
por la edad y por la acumulación de viajes y de libros. La mano surcada de venas
grandes, oprimiendo ligeramente la pierna izquierda. Siempre de traje oscuro,
con su corbata negra y su bastón en frente, como si la empuñadura fuese el
volante o la palanca de velocidad de un vehículo indefinidamente detenido. Esa
fue la postura que eligió don Fernando. Esa fue la imagen que retrató Vasco
Szinetar.
II
A pesar de que no es un texto
biográfico dedicado al autor, una crónica de Tomás Eloy Martínez nos ofrece un perfil
bastante cercano a Fernando Paz Castillo. Me refiero al escrito titulado «Jacinto
Fombona Pachano», quien durante su juventud guardó una
amistad muy estrecha con el autor de «El muro». Como gran,
inconforme entrevistador, Martínez facilita un diálogo fluido y rico en
anécdotas que remiten a las primeras dos décadas del siglo veinte caraqueño:
«La plaza [Bolívar] era como el patio del hogar, y cuando no acudían a sentarse
en las sillas de a locha, o a recorrer juntos las librerías cercanas, sentían
que habían perdido para siempre una tarde de la vida. No ir a la plaza era como
no escribir: una repentina suspensión de la existencia». Es
la representación de los jóvenes de la generación del 18, esperanzados jóvenes
que solo podían ofrecer la inteligencia como victoria y el arte como
resistencia. En esta misma dirección, José Napoleón Oropeza ofrece un texto que
puede ser leído como prosa poética y como una poética generacional:
«Como el temblor del agua,
golpeada, en un instante, por una pequeña laja, forma círculos concéntricos que
recordaremos, así como un aletazo a ras del agua, el concepto y realización de
la imagen en los poetas de la generación del 18 recoge un sentimiento de paz y
serenidad: cada momento fijado pareciera ser el recuerdo de otro y, al mismo
tiempo, engendra un movimiento único, solitario e ingenuo, como el del ave que
levanta vuelo después de golpear, levemente, el agua».
III
Fernando Paz Castillo nació en
Caracas en 1893, durante la presidencia de Joaquín Crespo y el nacimiento de El Cojo Ilustrado. No podemos olvidar
que, como lector entusiasta, colaborador o integrante, hizo parte de las
principales agrupaciones y publicaciones de la época; además de la generación
del 18, podríamos mencionar su cercanía filial y literaria con La Alborada, el Círculo de Bellas Artes,
los del 28 y la revista Válvula, en
la cual publica el poema «La mujer que no vimos», fechado
en 1927.
Su paciente obra poética
consta de ocho títulos, pocos pero suficientes para mostrar sus dimensiones. Su
primer libro, La voz de los cuatro
vientos, aparece en 1931; es decir, cuando Paz Castillo ostenta 38 años de
edad. A este le siguieron Signo [1937];
Entre
sombras y luces [1945]; Voces perdidas
[1966]; El otro lado del tiempo
[1971]; Pautas [1973]; Persistencias [1975] y Encuentros [1980]. Como crítico
literario, cuenta con los tres volúmenes de Reflexiones
de atardecer [1964]; De la época
modernista [1968] y Entre pintores y
escritores [1970]. Es precisamente en esta faceta donde Paz Castillo
desarrolla sus principales aportes a las letras nacionales, especialmente como historiador
del modernismo en Venezuela. Sus libros de ensayos, casi todos, son compendios
de artículos publicados en revistas y diarios, destacando El Nacional. Como autor de
obras juveniles e infantiles, ofreció dos títulos: La huerta de Doñana (teatro, 1969) y El príncipe moro (cuento, 1979). En 1965 ingresó como individuo de
número de la Academia Venezolana de la Lengua y fue galardonado, dos años
después, con el Premio Nacional de Literatura.
Paz Castillo cumplió amplias
labores como diplomático en diversas ciudades de América y Europa. Al revisar
cualquiera de sus registros biográficos, este «servicio exterior» destaca por
su nutrida trayectoria. Inicia con la llegada al poder de Eleazar López
Contreras, en 1936, y finaliza veintitrés años más tarde, en 1959. Este recorrido
diplomático lo relaciona con otros poetas venezolanos que ejercieron cargos
públicos similares (José Antonio Ramos Sucre, Vicente Gerbasi, Pablo Rojas
Guardia, Ana Enriqueta Terán, Ida Gramcko o Eugenio Montejo). Era una época,
hoy menguada, de escritores presidentes (como Rómulo Gallegos) y de poetas
magistrados, fiscales y contralores (como José Ramón Medina).
IV
No se empeñó en armar libros a
corto plazo, dirigidos por una temática preestablecida. Se esforzó en armar «colecciones» de poemas, que siguieron un proceso en el cual se descartaron
o se incluyeron textos, siempre de la mano de un riguroso e incluso caprichoso proceso
de elección (este poema sí, este poema no; este poema se queda en la gaveta,
inédito indefinidamente, olvidado, relegado...). Así son las selecciones. Por
eso, quién sabe, Fernando Paz Castillo esperó tener casi cuarenta años para
ofrecer su primera colección. Y quizá también esperó hasta la década del 60,
específicamente hasta 1964, para ofrecer «El muro», su
obra más antologada y perdurable. Pero, ¿qué hay detrás de esta ofrenda tardía
a la poesía venezolana? Cuando digo que el poeta «esperó»,
aludo a un trabajo precedente, silencioso, que se vino gestando desde mucho
antes de la materialización en libro. Sus poemas anteriores fueron como
residuos fósiles que posibilitaron ese petróleo «extra liviano»,
ese licor destilado que hoy leemos en algunos de sus últimos poemas. Con
epígrafe de John Keats, Paz Castillo prepara las primeras herramientas para
levantar ese gran muro alegórico y judeo-cristiano; toma el ladrillo y la
cuchara con cemento fresco, dispone cada bloque con trazo claro, nítido, vidente,
y muy consciente, asimismo, del lenguaje que utilizará en toda la estructura
del poema. Parte de la belleza, como veremos, la proporciona el alejamiento:
«un zamuro, bello por la distancia y por el vuelo». Y todo, o casi todo, parece
estar frecuentado por Dios y sus variaciones:
Ya que el verbo de Dios, que todo lo ha dispuesto
en la conciencia del hombre, no pudo crear la muerte
sin morir El y su callada nostalgia
de pensar y sufrir humanas formas.
en la conciencia del hombre, no pudo crear la muerte
sin morir El y su callada nostalgia
de pensar y sufrir humanas formas.
En «El muro», nuestro poeta se despoja de expresiones débiles,
prescindibles, accesorias, tan peligrosamente comunes en varios de sus poemas. Sin llegar a tener el implacable rigor
selectivo de Rodolfo Moleiro, su compañero de generación, Paz Castillo ofreció
un lenguaje que lo distingue. Como ya ha destacado Oscar Sambrano Urdaneta,
«Paz Castillo estableció un paralelismo artístico entre elementos de la
naturaleza objetiva y elementos de su naturaleza anímica».
Esta tendencia espiritual o puente metafísico recorrió toda la espina dorsal de
su producción poética; es decir, no solo era el interés de indagar en un
paisaje visto, percibido, sino el empeño de buscar hacia adentro, hacia esas
zonas profundas y pobremente exploradas. Este recorrido temático lo delinea muy
bien el propio Sambrano Urdaneta, cuando señala que este camino «parte del
paisaje y evoluciona hacia contenidos abstractos: Dios, el alma, la muerte, la
soledad».
La influencia de Paz Castillo
se puede rastrear en otros poetas de distintas generaciones. Citemos, para ejemplificar,
unos de sus versos: «Hay un perfume que solo se siente en las noches claras». Esta misma cadencia y estructura la notamos, con o sin
premeditación, en unas líneas aforísticas de Rafael Cadenas: «Hay una isla que
solo ven los ojos nuevos». Así ocurre con otros poemas del
poeta nacido en Barquisimeto, en los cuales aparecen unos órganos favorecidos,
bien sea percibiendo un aroma o avistando algún territorio recóndito y de
acceso privilegiado. Paz Castillo fue, constantemente, agricultor de la claridad,
de la búsqueda de lo profundo con guantes blancos o claroscuros, delicados,
leves, y, en algunos casos, bordeando arriesgadamente lo superficial («el
silencio se nos fue/pisando los algodones»). A veces extrañamos,
al tener la manzana entre los dedos, el mordisco firme; a veces nos gustaría
hacer algo más que frotar ligeramente la superficie roja e irregular.
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