lunes, 11 de julio de 2016

70 poemas burgueses


En el gran tomo de su Correspondencia, Truman Capote describe un episodio que no dejo de asociar con 70 poemas burgueses. Así anota el escritor norteamericano en una carta fechada en 1949: “Estoy viviendo con Loel Guinnes, que tiene una casa fantástica en la kasbah. Me lo estoy pasando enormemente bien y aún promete más, porque Cecil Beaton y Greta Garbo vienen la semana próxima y estarán con nosotros hasta septiembre, que es cuando ella tiene que ir a Francia a rodar una película (La Duchesse de Langaeis, de Balzac)”.

¿Quién tiene conocimientos de todas las personalidades que nombra Truman en su carta? ¿Quién ha leído esa obra de Balzac? ¿Quién sabe, sin necesidad de visitar Google, lo que significa kasbah? Y para hacer más digerible mi planteamiento, ¿es necesario conocer todos los referentes de un poema para acceder, al fin, a la degustación?

Alberto Hernández no le teme a la escena de la farándula. Por eso hago énfasis en el estilo libérrimo de su escritura: paso las hojas e imagino una revista Vogue, abandonada en la sala de espera de cualquier consulta ginecológica; y a Miranda Hobbes, con su cabello muy corto y rojizo, en un capítulo inicial de Sex and the City.

Al poeta se le pide concisión y contención. Que diga lo justo y necesario. Que tome el camino del gesto silencioso. Se trata de quitar y podar (dicen), no de adicionar. Con vigilancia, Alberto Hernández ha decidido sumar en este libro. Entonces, ¿cómo leer 70 poemas burgueses? Otra vez la pregunta y la expectativa de una respuesta convincente. Como primer ejercicio, quitaré los epígrafes, las dedicatorias y las citas indirectas; luego eliminaré los nombres de actores, cantantes, personajes de ficción, poetas y novelistas: nada de Milan Kundera, Pablo Neruda, Jennifer López, Frank Sinatra, Elizabeth Taylor o Jean-Baptiste Grenouille; también alejaré los nombres de revistas, fragancias y galletas. ¿Qué hay después de todo este desvalijamiento?

En 70 poemas burgueses hay celebración, quejas y exceso premeditado: observo un vaso colmado de agua, de vino, leche y arsénico, un universo de referentes que se superponen y se oponen, que se complementan y saltan a la vista con poco esfuerzo. Imagino a Alberto de este modo: abre un recipiente y poco a poco introduce lo que su memoria educada es capaz de recordar en ese preciso momento. Se deja colmar, llenar; Alberto aparece hinchado de memoria y de lecturas; ha leído sin distinción genérica; ha oído música diversa; ha viajado, por aire y por asfalto y en las páginas leídas. A contracorriente de la abundancia anterior,  me atrae, por ahora, la frase sin merodeos:

Voy a ocultarme
en el lenguaje, Alejandra.

En todo caso,
si lo hay,
es un lujo mirar el mundo
sin mirar a nadie.

Alberto Hernández es la materia prima de 70 poemas burgueses: “Dispuesto a ser confeccionado como traje de lujo/soy el personaje de estos destellos verbales”. El poema es él, con su vanidad de cultura (apetito continuo) y su bondad; es él en su apartamento, detrás del cementerio de Juan Vicente Gómez, en Maracay, con sus hijas y las travesuras de sus nietas. Leo otros poemas del libro: parece una crónica azarosa, escrita antes de desplomarse el edificio o del naufragio (papelitos enrollados y sumergidos en el vientre de la botella). Alberto escribe deprisa para dejar constancia de nuestro breve itinerario vital. También escribe porque es una de las pocas maneras honestas de existir en esta comarca de la navaja y el fraude. Escribe, igualmente, para saber qué hay detrás de nosotros mismos. Escribe en la época de “los insectos del ruido”, como una manera de defenderse y divertirse. Y parece que nos dijera: “En alguna grieta/busca la próxima fobia”.

El contenido social es una parte del libro, no su totalidad. Es otro pliegue que dialoga e invita a que leamos con atención. El adjetivo “burgués” tiene un sentido paródico. A Alberto Hernández no le interesan los antagonismos de clase. Paradójicamente, ha sido Marx quien mejor se ha acercado a las motivaciones artísticas de nuestro tiempo. Y por supuesto, a las motivaciones de estos poemas burgueses: “La burguesía ha despojado de su aureola a todas las profesiones que hasta entonces se tenían por venerables y dignas de piadoso respeto. Al médico, al jurista, al sacerdote, al poeta, al sabio, los ha convertido en sus servidores asalariados”. Lo ha dicho Marx, en alguna parte de su Manifiesto, pero bien pueden ser palabras del propio Alberto Hernández.
Alberto Hernández escribe con intensión espontánea y su mirada aparentemente frívola es una estética. No hay diques o represas que contengan el deslave expresivo. Beber whisky en un velorio y admirar con lascivia las piernas tersas de la viuda es “moralmente” incorrecto. Tan improbable como ver a Truman Capote chatear con la infanta Cristina bajo el sol de Mallorca. Pero esto sucede, y mucho más, en 70 poemas burgueses, libro de absurdos (“Imagino una cronología de mis almuerzos”). Libro que no debe ser medido con la balanza de lo estrictamente lírico. Podríamos leerlo como un poema o texto satírico (poema a fin de cuentas), o comerlo como un canapé de sabores que no precisamos al instante. Alberto se arriesga, lanza sus dados sobre “el tapete de tela verde en las que reposan las esperanzas”.

Estos poemas se emparentan con las notas al margen de Edgar Allan Poe, sus conocidas marginalias: apuntes deliberados, descargas del pensamiento hechas con soltura, sin afectación. Algunas veces, necesitan la presencia de su referente; en otras, el texto puede caminar con su propia autonomía. Es decir, el placer puede estar supeditado al bagaje cultural del lector. Y quiero añadir algo más: con 70 poemas burgueses, nuestro autor se burla con la seriedad del caso, inclusive en los epígrafes; extiende su dedo y nos pide que miremos una escenografía íntima, la suya, que no es ajena del todo, que también nos pertenece: “Música para ti/desde el acoso de quien se sabe/tierra en los ojos/viaje sin maleta”.



No hay comentarios:

Publicar un comentario