Da pena estar así como no estando
Eliseo
Diego
Por más
que busco o hurgo en el escritorio, en los rincones o detrás del cuadro del
nuevo prócer, no consigo el documento que me permitiría transitar libremente en
estas ruinas; debe tener, eso sí, la firma ilegible y el sello lubricado con
tinta: el líquido azul, o color petróleo, que legitima la fragilidad del papel.
No quiero
salir de casa. El miedo es mi pan y mi alfabeto.
Cuando se tiene miedo es difícil distinguir entre el querer y
el deber, entre el ser y el deber ser,
entre el azote y la espalda que lo recibe. Todo se trueca en un problema
ontológico. Palpo mis pies cansados, emancipados de los zapatos y de las
medias; toco mi cabeza, y debajo de ella, las conexiones neuronales, las ideas
que se empujan y solapan. No hay claridad. El documento que tanto espero, ¿es
mi libertad condicional o una invención para mantenerme en esta parálisis? ¿Es
Teseo o el minotauro?
Se supone
que me darían el pliego hoy mismo; sin embargo, gotea con ese ritmo espeso y
baboso de la burocracia. Me toca quedarme en casa nuevamente. Entonces repito:
ellos no desean darme la autorización. Pueden dármela pero no quieren.
Prefieren engordar un método de transacciones fútiles que embrutece, envilece y
confunde. Por eso leo y escribo, para transitar el paisaje que han tachado con
anuncios. Con cinismo. Por eso Adalber Salas Hernández, pienso yo, ha decidido
escribir un poemario; o sea, un Salvoconducto.
¿Qué parentesco hay entre
Caupolicán Ovalles y Rubén Darío y entre “¿Duerme usted, señor presidente?” y
“Sonatina”? Las motivaciones de estos dos poemas son distantes a simple
vista. El poema dariano nos remite al hastío de una princesa atrapada en su
opulencia, imagen típicamente modernista. El texto de Caupolicán, en cambio, es
un puñetazo desafiante, soez en ocasiones, que tiene marcadas referencias
político-sociales y una forma análoga al grupo literario El Techo de la
Ballena. En apariencia resultaría difícil asociarlos o pensar en un ensamble o
engranaje. Acaso allí radica su valor más original. Y este ha sido, justamente,
el acierto de Adalber Salas Hernández (Caracas, 1987), quien unifica
“realidades distantes” y pone en marcha una nueva y muy efectiva articulación,
no menos afilada que la citada obra de Caupolicán. En este caso me refiero a un
poema en específico, “X (Sonatesco y ripioso)”, el cual forma parte de Salvoconducto,
ganador del prestigioso Premio Arcipreste de Hita 2014. Adalber Salas maneja,
en ese libro, diversos procedimientos textuales para configurar una poética en
la cual lo grotesco, lo nimio, la ironía y el sarcasmo muestran los márgenes
corroídos de la realidad.
Salvoconducto es una propuesta de expresividad madura y de elocuencia narrativa que no teme a la colocación irregular de los versos. Adalber relee exhaustiva e intertextualmente algunos clásicos de las lenguas española e inglesa, exhorta y pone en evidencia los infortunios de una ciudad que puede ser cualquier capital del país o del mundo; capital mal administrada (malversada), en definitiva, violenta y temerosa al unísono. El autor dice “Caracas”, con énfasis y sin eufemismos; dice Caracas, y en seguida se abre un grifo de imágenes, o mejor, una cañería que fluye al mismo ritmo que un río embaulado, con escombros y olores indeseables. Esta Caracas de Adalber es férreamente la capital de Venezuela, con sus alrededores de intimidación, secuestros express,desconcierto, impunidad y esa otra ciudadela llamada morgue de Bello Monte (“Hay cadáveres que fueron lanzados al mar/ para que sólo el agua recordara sus nombres”). También es la idéntica rutina de Valencia, Maracay, Cabimas, Mariara, Boconó y cualquier ciudad, pueblo o caserío. Estos poemas no pretenden ser cuadros impasibles dispuestos en salas de espera, clínicas odontológicas o escritorios jurídicos, tampoco son piezas esterilizadas o floreros parnasianos. Adalber no es Leconte de Lisle.
Salvoconducto es una propuesta de expresividad madura y de elocuencia narrativa que no teme a la colocación irregular de los versos. Adalber relee exhaustiva e intertextualmente algunos clásicos de las lenguas española e inglesa, exhorta y pone en evidencia los infortunios de una ciudad que puede ser cualquier capital del país o del mundo; capital mal administrada (malversada), en definitiva, violenta y temerosa al unísono. El autor dice “Caracas”, con énfasis y sin eufemismos; dice Caracas, y en seguida se abre un grifo de imágenes, o mejor, una cañería que fluye al mismo ritmo que un río embaulado, con escombros y olores indeseables. Esta Caracas de Adalber es férreamente la capital de Venezuela, con sus alrededores de intimidación, secuestros express,desconcierto, impunidad y esa otra ciudadela llamada morgue de Bello Monte (“Hay cadáveres que fueron lanzados al mar/ para que sólo el agua recordara sus nombres”). También es la idéntica rutina de Valencia, Maracay, Cabimas, Mariara, Boconó y cualquier ciudad, pueblo o caserío. Estos poemas no pretenden ser cuadros impasibles dispuestos en salas de espera, clínicas odontológicas o escritorios jurídicos, tampoco son piezas esterilizadas o floreros parnasianos. Adalber no es Leconte de Lisle.
Salvoconducto aproxima los opuestos y
toda su dotación de exterioridad. Lo hace con Rubén Darío y Caupolicán Ovalles;
lo hace con Caracas, que indistintamente pasa de víctima a victimaria. La
gramática nos dice que, en el siguiente verso, el sustantivo “Caracas” funciona
como un vocativo; pero yo veo, además, una salutación fúnebre: “Caracas, los
que van a morir te saludan”. Los hombres que caminan en cualquier noche
capitalina son brochetas de miedo, y transitan las calles iluminadas u oscuras
con un “temblor/metálico que les atraviesa la espalda, /que les ensarta las
vértebras, que les/tuerce el andar”.
Salvoconducto frecuenta sin complejos los
antecedentes literarios, no importa si la intención es abiertamente
premeditada. Siguiendo aquella recomendación horaciana en la que el poeta debe
afirmar y negar algo, Adalber señala: “Y yo, / yo estaba en el asiento trasero,
con mis/ siete u ocho años, respirando ese calor espeso que/ era como un
castigo de dios o un/regalo de dios, uno nunca podía notar/ la diferencia”.
Como en el relato “Maniquíes” de Salvador Garmendia, Salas Hernández describe
la aparición de extraños cuerpos sintéticos, tan semejantes a nosotros y a las
estadísticas de la ausencia. Muñecos de cera, inexpresivos, que han aparecido
repentinamente. Esos cuerpos venían con su castigo a cuestas: “Ninguno de ellos
tenía el descuido/ de poseer una historia”. Y justo al cierre del poema, la
hermosura de unos versos, efectivos en su estética y que nos afectan en el
ánimo: “Nunca fueron tan amados como cuando/ sus figuras se habían diluido por
completo”. Todos los muertos no caben debajo de la alfombra de algún
ministerio.
Pero esto
no es todo lo que nos ofrece Salvoconducto: también podemos leer
episodios de la experiencia personal del poeta y su círculo familiar o la
sonoridad del movimiento que trae nuevamente la fuerza y amor maternales. Libro
de despedidas, de cartas póstumas, de testamentos e informe forense; pero hay
mucho más, algo más que contrasta y que pesa y se muestra con humanidad y
humildad: una palpitación que se alarga y busca con los brazos abiertos la piel
sensible, el brote de la hoja, la memoria. Se trata de desenredar el ovillo de
la indolencia para tejer un mantel en el que podamos disponer una comida menos
angustiosa. Salvoconductoresuena con ecos amplios y diversos, se
aleja del coro monocorde de las propagandas goebbelianas y de ciertos
individuos que se han transformado en empleados pacificadores, funcionarios con
discurso subvencionado. En una época de amputación comunicacional, la epidermis
de algunos poetas es más porosa. No olvidemos los cuerpos caídos en las aceras:
“Nadie notaba el olor, /la luz fría lo había escondido. / Eso no era un cuerpo,
era algo más, / replegado, tachado. /Algo que había perdido todas sus
alianzas”. Adalber concibe la subversión poética sin didactismo y no cae en la
cómoda enumeración de culpables: la realidad tiene sus propios ladrillos que
caen cada cierto tiempo en algunas frentes.
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